Las crisis severas ponen a los gobiernos y a las instituciones de un país en condiciones de vulnerabilidad a dos fuegos: el de quienes violan la ley y afectan a la sociedad y el de la propia ciudadanía demandante de justicia y orden, que pierde la paciencia y también se desborda.
Lo ocurrido en el país en los últimos meses pone al gobierno de Enrique Peña Nieto en esa delicada condición.
Por un lado la delincuencia organizada que no ha cedido a pesar de los esfuerzos que vienen haciendo la PGR, el Ejército, la Marina y las policías federales y que, por el contrario, sigue retando a las autoridades convirtiendo prácticamente a todo el territorio nacional en fosa común. De este mismo lado, políticos corruptos -como el alcalde prófugo de Iguala- y malos elementos como los militares que abusaron de su autoridad en Tlataya, que también agreden a la sociedad y contribuyen a crecer el clima de violencia y a enardecer a la sociedad.
Por el otro lado, la sociedad vulnerada que desborda sus exigencias de justicia y genera una fuerte presión sobre gobiernos e instituciones que se muestran frágiles ante la pérdida de credibilidad y legitimidad.
La oleada de violencia generada por el crimen organizado, que viven prácticamente todas las regiones del país, y que se ha desbordado en momentos en los que todo mundo esperaría ver su disminución -o por lo menos contención- regresan al ánimo de los mexicanos la sensación de inseguridad grave y la percepción de vulnerabilidad.
La desaparición y probable muerte de los estudiantes de Ayotzinapa fue la gota que derramó el vaso de una ciudadanía que día tras día es sorprendida con nuevos casos de agresión, violencia, delincuencia -organizada y común-, corrupción e indiferencia de las autoridades. Además, esta ciudadanía ve día a día que las instituciones no sólo son incapaces de castigar a quienes delinquen y agreden a la sociedad -ahí está La Tuta de ejemplo- sino que mucho menos están haciendo algo definitivo para conseguir que este tipo de hechos no vuelvan a suceder.
Las manifestaciones ciudadanas que acaban desbordadas en agresiones a negocios, en tomas de instalaciones o en violencia dirigida hacia la clase política -no nada más del gobierno como sucedió con el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas- también ponen en jaque a las instituciones del país.
En este ambiente, ante la vulnerabilidad de los gobiernos y las instituciones, se explica la aparición o reaparición de movimientos como en de la comunidad del Instituto Politécnico Nacional, de los anarquistas que se manifiestan violentamente o de grupos subversivos, que ven en la debilidad institucional las condiciones de avanzar en sus propósitos.
Lo que vivimos actualmente es la prueba contundente de que las reformas que necesitaba este país eran mucho más profundas que la electoral, la fiscal, la energética o la de telecomunicaciones.
A la clase política -de todos los partidos- se le está yendo el tiempo para demostrarle a la sociedad que las actuales instituciones de este país aún son viables y suficientes para regresarle la esperanza, o para emprender la construcción de las que realmente les den a los mexicanos una verdadera tranquilidad y la expectativa tangible de un presente y un futuro mejores.