Jaime Ramírez Yáñez

Se dice que para ingresar a las filas del Ejército mexicano quien obtiene más de un siete en el examen de admisión no entra y tampoco el que saca menos de cuatro.

Esto es un supuesto muy usado entre los propios militares, porque de cierta manera, al estilo nacional —en broma pero en serio—, quedan de manifiesto las características que debe tener que alguien que aspire a forma parte de la Fuerzas Armadas. Es decir, que no piense más de la cuenta pero que tampoco sea un autómata al 100 por ciento.

En buena medida aquí está el quid del asunto respecto al desempeño del Ejército en actividades relacionadas con la vida civil —exactamente de seguridad pública—, sobre todo en lo relacionado en el combate al narcotráfico.

En principio, el tráfico de estupefacientes es una actividad racional y financiera en donde la parte que implica el uso de las armas pasa a segundo plano.

En las Fuerzas Armadas, la percepción del combate al narcotráfico es totalmente diferente. Creen en que este asunto se debe enfrentar con la fuerza del fuego, no entienden que el narcotráfico obedece a dinámicas de consumo y producción en donde el Ejército no puede ni debe tener control.

Su participación comenzó con la puesta en marcha de la Operación Cóndor, en 1975, en la que el gobierno federal intentó controlar, con trece mil efectivos, a las distintas bandas que trabajaban en el llamado triángulo dorado, formado por los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango. Lo que vino después fue que los narcos se recorrieron a otros estados y siguieron con su actividad con más intensidad.

En 1990, a instancia del general Álvaro Vallarta Ceceña, se creó el Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE), cuyos elementos se preparaban en Estados Unidos en la Escuela de las Américas o en Fort Bennig, para, entre otras cosas, repeler la acción de la guerrilla, pero también seguir con el planteamiento de la lucha antinarco.

Ya con este cuerpo de elite, en ese mismo decenio se instaló la llamada la Operación Cánador, en donde, además del tema del narcotráfico, se agregaba otro elemento: aplicarlo en Guerrero, para atender la creciente acción de la guerrilla.

Ante la insatisfacción social causada por la intervención del Ejército en cuestiones de seguridad pública, en 1995 se dio paso a la creación de la Policía Federal Preventiva (PFP).

El argumento para la instauración de este cuerpo era que la delincuencia organizada ya había rebasado a las diferentes dependencias federales, estatales y municipales; pero en la realidad fue la forma de “legalizar” la participación de los militares en la vida civil. 98 por ciento de quienes integraban la PFP eran soldados y marinos.

En 1996 se inició un reacomodo dentro de las filas del Ejército. Terminaba la era García Barragán. Este fenómeno ocasionó un enfrentamiento sordo entre tres generales importantes: Enrique Cervantes Aguirre, Mario Renán Castillo y Jesús Gutiérrez Rebollo. Este último terminó preso en Almoloya, acusado de proteger a Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos.

Entonces se pensó que era el momento preciso para que las Fuerzas Armadas se retiraran de temas como seguridad pública y lucha antinarco. Evidentemente no sucedió así.