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Por Hugo Luna

Al celebrarse la defensa del Castillo de Chapultepec en 1847, me viene a la memoria que con aquella batalla se perdió algo más que el Colegio Militar que estaba en el Cerro del Chapulín: se perdió más de la mitad del territorio del México del principios del siglo XIX.

Esa derrota tuvo como causa fundamental la debilidad de México, resultado de casi tres décadas de feroces luchas políticas y armadas por el poder que habían debilitado a la Nación.  

Aquel año hubo actos heroicos, pero también hubo muchas cobardías y mezquindades por razones de ambición personal y de grupo.

Como secuela de aquella injusta invasión y despojo vinieron las guerras de la Reforma, aquél “histórico, sangriento y brutal encontronazo entre dos visiones de futuro para México”, así lo define la historia de México.

En la Reforma, en la guerra contra la Intervención Francesa, al final del día se confrontaron algo más que las ambiciones geopolíticas de Francia, se confrontaron dos proyectos clarísimos sobre la Nación Mexicana.

En aquella gran lucha, se ha dicho muchas veces, participó una generación de gigantes. No sólo en el bando liberal, también en el bando conservador.

Fue una lucha armada, pero sobre todo batallas políticas, con una rijosidad que hace palidecer a los puristas de la democracia.

Pero al final del día cada bando tenía su proyecto a largo plazo para la Nación.

Eso es lo que ahora no se percibe.

Bienvenida la rijosidad política, porque la rijosidad es la característica de la democracia, pues la democracia no es el “intercambio de ideas” de los laboratorios de la ingeniería social. La democracia son peleas mezquinas, rudas, de una extraordinaria violencia verbal.

Pero todos los protagonistas, deben mostrarnos a los ciudadanos un proyecto de Nación.

Un proyecto de Nación tiene que ir más allá de la coyuntura. Es para la siguiente generación.

Hasta ahora las élites políticas no muestran el empaque para agigantarse en la resolución de esta crisis, una crisis que constituye una nueva encrucijada para México, para un México que no puede ser indiferente al empobrecimiento y la desigualdad de sus ciudadanos.

Sería una tragedia que el resultado de esta crisis fuera un viaje al pasado porfirista, cuando todo el aparato productivo y el quehacer económico y político estaban en manos de una pequeña élite de extranjeros y mexicanos extranjerizados.

Eso sería una patética manera de celebrar el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, pues otra vez la República vería pasar el tren de la modernidad.