Por Jaime Ramírez Yáñez

Después de nueve meses de Administración, Felipe Calderón Hinojosa descubrió que en materia del combate al narcotráfico no se puede descubrir el hilo negro ni el agua tibia. Encabeza un gobierno que, tras cometer varios errores estratégicos, regresó sobre los pasos ya caminados por otros.

Por ejemplo, el cese de la violencia que golpeó al país durante casi dos años —arrancó en el último bienio de Vicente Fox Quesada—, sorpresivo para muchos, tuvo que ver fundamentalmente con el acercamiento de interlocutores oficiales —y oficiosos— con los núcleos principales de la delincuencia organizada, con los dos capos fuertes en México: Joaquín el Chapo Guzmán Loera y Osiel Cárdenas Guillén. Hay señales que así lo confirman.

De hecho, este proceso de negociación lo percibieron Los Zetas unas semanas antes de que el fuego se detuviera. En este contexto, es muy probable que los sicarios del Golfo supusieran que serían desplazados al cesar la respuesta violenta entre autoridades y carteles. Comenzaron, por su lado, a desmarcarse de Osiel e intentaron establecer canales de comunicación con algunos sectores empresariales para ofrecerles sus servicios.

Esto sucedió con los industriales de Coahuila, a quienes los Zetas les enviaron una carta para darles a conocer que tenían intenciones de llevar a cabo algunos negocios, no sin antes amenazarlos, tal vez para no peder el estilo.

Respecto a los errores estratégicos del gobierno calderonista en este lapso, casi 120 días de una larga y costosa “guerra” declarada a los narcos calculada en 30 por ciento de los recursos de las dependencias implicadas, se pueden citar varios:

1. El despliegue publicitario de los macrooperativos compuestos por más de siete mil elementos en las entidades consideradas como narcofocos rojos, tales como Michoacán, Guerrero, Tamaulipas y Sinaloa, entre otros.

El solo hecho de citar a conferencias de prensa para dar a conocer los pormenores de las operaciones policiacas, además de constituir un error táctico grave, sirvió para alertar a los delincuentes, quienes abandonaron las plazas que iban a ser intervenidas.

2. La guerra calderonista contra el narco tuvo otra que trascendió muy poco pero que se libró en las principales dependencias encargadas de la seguridad, cuyo origen fue el nombramiento —por cierto, anticonstitucional— de Ardelio Vargas Fossado como responsable de la Policía Federal Preventiva (PFP) y de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), que le generó mucha incomodidad a Genaro García Luna, titular de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP).

Este desencuentro entre ambos funcionarios fue motivado por el celo profesional, dado que García Luna le “vendió” la idea de los macrooperativos a Felipe Calderón y éste no aceptó que otro fuera el operador directo de su “innovación”. En este tránsito, el procurador general de la república, Eduardo Medina Mora, se mantuvo ausente. Pero es indudable que esta situación afectó de manera directa el desarrollo de la “guerra” antinarco.

3. En los dos sexenios anteriores, el de Zedillo y el de Fox, los servicios de inteligencia estatales dieron muestras de su incapacidad para descifrar con oportunidad los fenómenos delincuenciales que se cocinaban en México. Con Calderón no fue la excepción. A unos 80 días de iniciado su mandato, recibió un informe por demás preocupante en el sentido de que 60 por ciento del estado de fuerza policial municipal y estatal, calculado en 400 mil elementos, de alguna u otra forma estaba al servicio del narco.

4. Finalmente, el gobierno calderonista incurrió en el error que han cometido por lo menos cinco presidentes: militarizar el combate al narcotráfico.

En varias etapas, ha quedado comprobado que el Ejército no entiende —ni tiene por qué, no es su función— la dinámica con la que se mueven los narcotraficantes.

Así, las Fuerzas Armadas dejaron un saldo negativo para el prestigio de la propia institución como resultado de los excesos de los soldados registrados en varias entidades, como en Sinaloa, en donde una familia sucumbió bajo sus balas, o en la sierra de Zongolica, Veracruz, cuando Ernestina Ascencio murió —según tres peritos forenses— como consecuencia de una violación tumultuaria perpetrada por militares.

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