Por Hugo Luna
En cada rincón de la entidad se vive con la esperanza de que lleguen los cambios estructurales pendientes. Que un buen día, los diputados y los senadores dejen de hacer comerciales y se pongan a hacer leyes.
Se mantiene la expectativa que los anuncios  al pie de las escalinatas de la residencia presidencial sobre desregulación se traduzcan en un verdadero impulso para la economía.
Probablemente ya nada de eso que estamos esperando será necesario ante el impacto del crimen y la violencia en la vida del país.
Hasta ahora, buscamos con poca fortuna las soluciones que permitan la movilidad política que fomente los cambios.
Pero estamos en el limite donde el tamaño del impacto de la violencia podría no hacer viable la misma gobernabilidad del país. No es una exageración. Simplemente pinto con palabras la realidad que vivimos.
Hoy el crimen quita gobernantes a plomazos, define autoridades con plata. Cobra impuestos como autoridad y gobierna grandes extensiones territoriales.
Debería haber municipios y estados completos de este país que deberían vivir con paz social. Pero, claro, siempre será mejor mantener las apariencias, aunque no haya un freno a las ejecuciones.
México no tiene fama de ser un país “bronco y salvaje” en el extranjero. México es un país violento que lamentablemente exporta esa imagen de su realidad. Y el resultado, en el terreno económico, es el rotundo fracaso.
Nuestros amigos y familiares ya no esperan la reforma fiscal prometida hace décadas, o los cambios estructurales en la política económica. Lo que esperan es que la impunidad en la que vive el país no les toque .
Hacienda calcula que la inseguridad nos cuesta, como país, 1% del Producto Interno Bruto.
Las inversiones que se tienen que hacer para no ser víctimas de la delincuencia crecen y se convierten en costos adicionales que reducen significativamente la productividad del país.
Es evidente que en la recepción de inversiones extranjeras directas hay un impacto negativo en la percepción de que sus empleados, sus activos, están amenazados por el crimen. Y deciden mejor pagar más de mano de obra en otro país donde sí aplican la ley.
Es incómodo hablar del Estado mexicano fallido. Pero la realidad apunta a la suma de cada vez más territorios controlados por el crimen.
El cáncer del crimen ya no tiene fronteras. No hay entidad que se salve. No hay ciudadano a salvo.
No hay economía que resista un ambiente de tanta impunidad.
Muchos mexicanos no esperan la reforma fiscal ofrecida hace décadas, piden seguridad para sus familias.