Tuvo que suceder el lamentable asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, en la sierra tarahumara de Chihuahua, para que la jerarquía de la Iglesia Católica alzara la voz ante la ola de violencia desatada y la delincuencia incontenible que ha encontrado a lo largo y ancho del país patente de corso para llevar a cabo sus fechorías, sumando miles de víctimas que se encuentran en el desamparo ante la incapacidad -¿o complicidad?- de las autoridades para someterlos y meterlos al orden.

Antes del crimen de los clérigos Campos y Mora, el clero mexicano se había mantenido callado, oculto, sin alzar la voz ante la crisis de inseguridad que vive el país y que el gobierno de la 4T no ha querido enfrentarla con una estrategia verdaderamente efectiva y no sólo con el eslogan de “abrazos y no balazos”.

Y este maremagnum de violencia y delincuencia también ha “golpeado” a Jalisco en puntos estratégicos que han dañado su reputación. Valga mencionar dos destinos turísticos en manos de los delincuentes: Puerto Vallarta y Mazamitla. No en vano, el gobierno de los Estados Unidos ha emitido alerta a sus conciudadanos para que eviten visitar Jalisco. Y de esta ola de violencia, los sacerdotes y los templos también han sido víctimas, principalmente en municipios del resto del estado, particularmente en el norte y en aquellos limítrofes con Michoacán.

Por ese silencio que el clero había guardado hasta antes del asesinato de los dos jesuitas, es que sorprendió la declaración del cardenal José Francisco Robles Ortega de que en uno de sus viajes al norte del Estado fue interceptado por un retén de hombres civiles armados, declaración que provocó la ira en Casa Jalisco desde donde el gobernador Enrique Alfaro desmintió la existencia de dichos retenes en la entidad. Pero después de esta declaración del cardenal Robles, se han sumado infinidad de revelaciones de sacerdotes que revelan y reportan cómo han sido víctimas de la delincuencia, incluso con el “cobro de piso” o el robo en los templos. O sea, no sólo con decir que algo no existe, basta para que no exista. Los hechos son evidentes, y pretender decir que el Cardenal o los sacerdotes mentían, no es el mejor camino para solucionar el problema.

Y así como la voz de los sacerdotes se levantó en Jalisco, también se ha levantado en el resto del país. Y eso, por supuesto, no ha gustado en Palacio Nacional desde donde el presidente López Obrador no sólo ha menospreciado dichas denuncias sino que, incluso, ha ofendido al clero mexicano.

Pero indudablemente que era necesario que la Iglesia Católica en México alzara la voz e hiciera ver que sus integrantes -sacerdotes y laicos- son rehenes permanentes del crimen y la delincuencia, y que la inseguridad en el país es ya insoportable. Y nadie puede negar que en Jalisco, eso sucede. No se puede “tapar el sol con un dedo”. Tampoco se puede ignorar la presencia de grupos del crimen organizado que se han “apoderado” de territorios en Jalisco, por el simple hecho de que no hay denuncias presentadas, como se quiso hacer ver con la denuncia del cardenal Robles Ortega.

Hoy el clero mexicano debe de ir de la mano de los ciudadanos y mantener su exigencia de un cambio en la estrategia del gobierno federal en contra de la inseguridad, y exigir que las autoridades estatales no rehuyan a su obligación de velar también por la seguridad de sus gobernados, pretendiendo “lavarse las manos” y dejar sólo en el gobierno federal lo que también es su responsabilidad.